Roger Federer, el deportista que hizo retroceder el tiempo

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Paul Childs | REUTERS

15 sep 2022 . Actualizado a las 22:55 h.

La mayoría de los genios se adelantan a su tiempo, aunque unos pocos, como Roger Federer, homenajean el encanto de un mundo que ya se ha ido. Solo un artista como él pudo gobernar el tenis de principios del siglo XXI con la elegancia y las armas del tenis del XX. En esa vocación contracultural, en esa paradoja, como tantas que convirtieron su trayectoria en un regalo inclasificable, radica también su aura. El chico de carácter volcánico que supo sofocar los demonios que tenía dentro para competir con el temple de un desactivador de explosivos; el profesional metódico que hacía creer que jugaba sin esfuerzo; el artista que dibujaba lienzos sobre la pista para así destrozar rivales como un tirano. Encarnó el ideal de juego con una raqueta en la mano, porque dominaba todos los recursos posibles, los de antes, los de ahora y los de la generación que viene, pero nunca quiso ser como los demás.

Federer rescató el tenis masculino de principios de este siglo cuando el circuito femenino era el que generaba más interés. Y durante unos años lo acaparó todo: títulos, admiración, ganancias... La plasticidad de su revés a una mano debería lucir en los muros del Museo del Prado. Su valentía sobre la pista resultaba un regalo para el público. Y la sutileza de sus voleas y sus dejadas y sus globos representaban un audaz desafío contra el juego robotizado de la mayoría los rivales a los que se enfrentaba. Por eso podía saltar a la central de Wimbledon con un cardigan o una chaqueta de punto, como los de los precursores, sin que resultase ridículo.

El interés por su figura descosió los límites del tenis. Y David Foster Wallace describió el magnetismo que generaban los Momentos Federer: «Se trata de una serie de ocasiones en que estás viendo jugar al joven suizo y se te queda la boca abierta y se te abren los ojos como platos y empiezas a hacer ruidos que provocan que venga corriendo tu cónyuge de la otra habitación para ver si estás bien».

A la dimensión que Federer iba adquiriendo para la historia del deporte solo le faltaba un rival a su altura para añadir épica y drama a su legado. Hasta que llegó Rafa Nadal. Le recibió con tanta generosidad y cariño que juntos regalaron otra lección intangible, una rivalidad construida sobre la admiración hacia el verdugo y la caballerosidad en la pista. No eran amigos, pero lo parecían. Tan distintos como competidores, tan parecidos como deportistas.

Cuando en el verano del 2009 Federer ganó el decimoquinto de los 20 grand slams con los que terminará su carrera, ya tenía más que ningún otro jugador. Ya era el mejor de la historia, aunque hacía tiempo que no era el mejor de su tiempo. Otra paradoja. Porque Nadal le amargaba una y otra vez, como cuando desencadenó una de las escenas más conmovedoras de la historia del tenis. «Esto me está matando», confesó en su discurso de derrotado, digno y abatido, después de perder la final del Open de Australia de enero del 2009 contra Nadal. El mismo que le había amargado unos meses antes en su jardín de Wimbledon, el último reducto de su vieja imbatibilidad, en el partido más bello jamás visto en una pista.

Las últimas temporadas, carcomido por esa lucha contra el tiempo y los achaques hasta que este jueves anunció su retirada con 41 años, le fueron minando. Le superó Nadal, ahora con 22 grandes, le pasó Djokovic, que ya tiene 21, y se quedó en 20.

Pero medir la dimensión de Federer por récords o victorias resulta estúpido. Su lugar en la historia del deporte lo ocupa por haber alcanzado un imposible: ganar de una forma tan bella que hizo retroceder el tiempo.