José Carlos Ruiz, doctor en Filosofía Contemporánea: «La felicidad no es un sentimiento ni una emoción»

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José Carlos Ruiz, autor de «El arte de pensar» y de «Filosofía ante el desánimo».
José Carlos Ruiz, autor de «El arte de pensar» y de «Filosofía ante el desánimo». cedida

«Ser elegante es saber elegir bien», afirma este profesor, autor del éxito «El arte de pensar», que apunta a referentes como Federer, Zidane o Anthony Hopkins. El pensador que desnuda el siglo XXI ofrece la vacuna del pensamiento elegante en «Incompletos»

22 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

La felicidad tiene hoy «una relevancia inusitada», subraya el profesor José Carlos Ruiz, autor de El arte de pensar (500.000 lectores) y Filosofía ante el desánimo, que invita a acercarse a un pensamiento elegante por el estrecho camino al que no nos llevan del todo los métodos y las recetas para ser feliz. En esta excursión (o incursión) desde la filosofía a nuestro yo y este tiempo asoman el valor de la sencillez y el cuidado, la diferencia entre lo creativo y lo recreativo, el miedo hipermoderno y lo que Ruiz llama «indigencia mental».

—Entre otros conceptos novedosos de esta filosofía para un pensamiento elegante, está el de posfelicidad. ¿Qué significa posfelicidad?

—Es el modelo de felicidad que se configura a partir del 2000; cuando de repente el sistema económico descubre que utilizar la felicidad en el terreno laboral genera un rédito material y económico altísimo, lo implementa como la esencia de la identidad laboral y cuando el modelo científico apoya esa investigación se empiezan a cuantificar las emociones. Entonces, se genera una idea de felicidad que dista mucho de la idea de ella que se había tenido hasta ese momento. El sentido de la felicidad que tenían Kant, Aristóteles o Spinoza se pierde. La felicidad no era entonces un objetivo, sino una consecuencia. De repente, en los últimos diez o quince años esa narrativa cambia, y parece que la felicidad se puede objetivar, que se puede geolocalizar y que además lleva un manual de instrucciones de fácil acceso y se vende como si fuera la misma felicidad que anteriormente.

—Pero no lo es.

—No. Yo para separar esta idea que se tiene hoy de la felicidad de la idea clásica, he decidido nominarla como posfelicidad.

—¿Pero nos hemos dado cuenta de que ya no somos felices del modo en que se era feliz hace 15 o 20 años?

—Creo que a veces no caemos en que hay que jerarquizar la vida y, cuando no lo haces, y estás solo atento a lo inmediato, esa inmediatez puede acabar llevándonos a la indigencia mental.

—¿Qué es la indigencia mental?

—Es un concepto que apunta a ese momento en que llega un problema vital y tú ya no tienes recursos intelectuales ni emocionales para salir de él por cuenta propia.

—El contraste es muchas veces grande: vivimos entre comodidades materiales, con carestía de recursos mentales para afrontar la vida. ¿Hay una fragilidad extrema que deriva de la exposición constante a lo virtual, del modo multitarea?

—Yo no quiero acudir a la nostalgia, porque me resultan muy estimulantes las redes sociales. Cuando te acercas a ellas con criterio, son muy constructivas, y aportan cosas que no se podrían aportar de otra manera. Las redes son un recurso maravilloso para potenciar el conocimiento y para reforzar el sesgo identitario. El problema es que no educamos en el acercamiento a esa red social. En muchas ocasiones, se cuela o se hibrida lo que la gente interpreta en esa red social con su vida real. Es esa hibridación hace que no jerarquices la vida.

—¿Es algo frecuente en los jóvenes?

—No tanto en los jóvenes. La indigencia mental nos pasa a todos. Hay momentos en la vida, y esto es cada vez más acuciante, en que la persona tiene que acudir a elementos externos a su biografía (ya no son sus padres, sus amigos, sus seres cercanos...) para que le ayuden a salir de esa indigencia mental. Y entonces recurre a la autoayuda, va al psiquiatra, consume ansiolíticos... porque sabe que de otro modo no puede salir de ahí, de esa indigencia mental de la que hablamos. Ahí en lo que yo me paro es en decir que tengamos cuidado en que esto no sea crónico.

—¿Somos ahora más frágiles?

—Tú hablas de fragilidad; yo, de una intimidad permeable. Cuando empezamos a dejar que todo permee en nuestra intimidad, porque la intimidad pierde valor... Tú ya no pones en valor tu intimidad, tu relato biográfico, sino que dejas que cale todo lo externo, lo ajeno a ti, y lo empiezas a sentir como cercano. Y con ello aumenta la probabilidad de fracaso.

—Eso sí parece relacionado con el acceso sin filtros y sin control a contenidos de redes sociales...

—Acceso sin criterio.

—¿Da tanto placer recibir «likes» que preferimos la foto precocinada al disfrute clandestino de ese momento?

—Yo no sé si la gente disfruta o no tanto con el like... Igual hay gente que sí, pero no quiero demonizar esa parte. Lo que demonizo es la falta de pedagogía de la mirada. Creo que estamos dejando desamparado el pensamiento crítico visual. Es decir, el hecho de tener criterio cuando te acercas a una pantalla. Ahí alego la necesidad de tener un pensamiento crítico y, a ser posible, lo más elevado. Por eso hablo de elegancia, de aspirar a tener un pensamiento elegante. Necesito que la gente vea que hay una opción que se trabaja con cuidado, con cariño, que va perfilada a través de esa elegancia. Creo que esa elegancia se está perdiendo. Es lo que denuncio en el libro. No encontramos muchos referentes elegantes...

—Tú citas a unos cuantos, entre ellos, Roger Federer, Zidane, Anthony Hopkins o Jeremy Irons.

—Sí. ¿Qué pasa con Federer? Me parece una persona elegante porque lo es jugando, ¿no? Nadie cae en que el revés o el drive que él da jugando lleva un trabajo tan detallado detrás, millones de horas, ese revés... Esto ya no es que sea estético, ¡es que es suyo! Ese revés es una expresión suya, que le ha costado mucho esfuerzo conseguir. Este es el secreto de la elegancia, pero la gente no está dispuesta a echar miles o millones de horas puliendo esa elegancia para conseguir que forme parte de su identidad.

—¿La clave en la elegancia?

—Saber elegir bien. Y saber elegir significa no tener que ir a todas las opciones. En una sociedad como la nuestra, en la que se multiplican por un millón, si quieres atenderlas y analizarlas todas te vuelves loco, entras en una especie de colapso. El elegante tiene criterio, y como tiene criterio desecha opciones. Tiene claro hacia dónde va, no busca que validen su elección, no necesita tanto exteriorizar. En la elegancia, hablo de la importancia del formato. Hay que tener nobleza para darse cuenta, por ejemplo, de que la pantalla es poco elegante... La nobleza requiere una temporalidad diferente a la que estamos viviendo. Todo hoy es turbotemporal. La elegancia tiene mucho que ver con un sentir comunitario. Es bonita esa frase de: «Ella es contemporánea de todo el mundo». Hoy no hay una contemporaneidad que nos una, hay una simultaneidad. No somos contemporáneos, somos simultáneos. La elegancia requiere serenidad, y la elegancia pasa horas difíciles.

—¿Ser sereno es una amenaza para el sistema?

—El sereno era esa persona que iba con el farol y te daba seguridad por las noches... Cuando una persona es serena, es segura, entiende que lo que está haciendo está bien, que ha sabido elegir, aunque también se equivoque. La persona elegante sabe la importancia del adorno en la vida, cuida el adorno vital. La curiosidad es la esencia de la elegancia. La elegancia tiene curiosidad, quiere conocer a fondo, no conformarse con lo primero que llegue y despacharlo; quiere profundizar, ir más allá de la cosmética. Quiere poner en valor lo íntimo, independientemente de la mirada del otro. En el elegante no hay atisbo de egolatría, porque no quiere espolear emocionalmente al otro... El elegante es alguien discreto, que no te cansa.

—No abundan los elegantes...

—No, no son buenos tiempos para la elegancia.

—¿Sobrevivirán los elegantes?

—Claro que sobrevivirán. Porque ¿sabes qué pasa? Porque al final lo real termina imponiéndose.

—Tenemos relaciones confortables, por teléfono, por audio, por mail. Eliminas la presencia y evitas problemas, esto tiene una doble cara, sus riegos...

—Sí, que pierdes humanidad... La red social caza un organismo vivo que no se dejaría cazar en su medio natural. Si me quitas mi volumen y me creas un yo digital, estás en parte falsificando mi identidad. Es el gran problema de la red en algunos sentidos. Si te comunicas eliminando tu corporeidad, estás perdiendo humanidad inevitablemente. Es otra manera de relacionarse.

—Entonces, ¿la felicidad cómo la definimos; es genética, depende del medio, depende de nuestras relaciones, está en continua mutación?

—La felicidad no tiene una definición cerrada, ¡sería una locura que intentáramos definir la felicidad en el siglo XXI como si fuera algo objetivable. Yo no defino la felicidad. Puede ser o bien la consecuencia de una vida virtuosa, o un encuentro azaroso en el proyecto vital, o el resultado de un proceso del deber bien cumplido... Pero no me atrevo a definirla porque la felicidad tiene un gran peso biográfico, un componente muy subjetivo. La biografía de cada uno puede determinar ese criterio de felicidad. Y esto es lo que hay que poner en valor hoy. Lo que tengo claro es que la felicidad no es un sentimiento o una emoción. Este concepto está demasiado potenciado hoy, y en muchos sentidos la felicidad es más un proceso de consecuencia reflexiva, de poner en valor lo que uno tiene, o lo que ha conseguido, que el hecho de cómo te sientes hoy. Esa sentimentalización de la vida que se potencia creo que no es favorable a una idea de felicidad.