María Fe Rodríguez: «Jamás me sentí menospreciada por nadie, ni por obispos ni cardenales»

Manolo Fraga SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO

PACO RODRÍGUEZ

La misionera en la prisión de Teixeiro afirma que los internos la tratan con cariño y que sonríen al verla llegar

29 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Fueron diecisiete años en Perú y treinta en Cuba, con destinos en la selva, parroquias rurales y hasta en la Nunciatura de La Habana. María Fe Rodríguez López (O Saviñao, 1942), que ingresó en el noviciado de las Josefinas de Ourense a los dieciséis años, lleva desde 2011 yendo cada viernes a visitar a los internos del Centro Penitenciario de Teixeiro. «Voy a hablarles, pero, sobre todo, a escucharlos. Hay chicos de muchas nacionalidades, así que trato de enseñarles algo de castellano, pero les cuesta. Trato de subirles la autoestima, que la tienen por los suelos. Les digo que ellos están aquí porque hicieron alguna tontería, pero les preciso que son mucho más que esa tontería. También tengo un grupo de mujeres, a las que les enseño manualidades y hacen pulseras, pendientes, collares. Ellas siempre quieren acabar pronto para colgárselas», según relata la hermana Marifé, que había estudiado Magisterio en Lima con los Maristas.

«A la cárcel fui con recelo, porque no conocía nada de ese mundo, pero no por miedo a los chicos, sino por temor a no hacer lo que corresponde. Nunca me pasó nada. Me tratan con mucho cariño y, cuando me ven aparecer, ya me sonríen. Para ellos soy como su abuela, tía, madre… Y los funcionarios son muy exquisitos en el trato conmigo», añade la hermana Marifé, que pensó en dejar esta tarea al cumplir los ochenta y aún sigue. La monja, que hoy vive en la comunidad de las Siervas de San José, en la Carreira do Conde, también va alguna vez a institutos a contar su experiencia como misionera en la selva. Es una labor que inició en Perú a mediados de los sesenta, conviviendo con una tribu de jíbaros —«reductores de cabezas», se apresura a decir—. «Yo dormía con un centenar de niñas en literas y sin colchón. Un día se me escapó una niña, que luego apareció, pero su padre vino enseguida vestido de guerrero a pedirme cuentas. Son muy duros, si les haces algo mal, lo pagáis tú o los tuyos. Allí el perdón no existe. Los niños eran muy espabilados en la escuela y, en la selva, se movían como nadie», tal como explica.

Aterriza en la Isla de Fidel Castro a principios de los ochenta, para realizar un trabajo de oficina en la Nunciatura de La Habana. «Yo fui como diplomática, porque no dejaban a las religiosas entrar en el país. Aquella tarea no me gustaba, pero me compensaba el trato que tenía con mucha gente. La Nunciatura es la casa parroquial de Cuba. Por allí venían a pedir de todo, alimentos, jabón, papel higiénico, porque había racionamiento, y sigue habiendo. Allí se llama la libreta», según afirma la hermana Marifé, que llegó a tener a su nombre 28 móviles durante la visita del papa Juan Pablo II, debido a las restricciones del país y a su carta blanca como diplomática. «Fidel me pidió un día que le hiciese una queimada, entonces le respondí que salía muy buena con ron cubano; y él me respondió: ‘¿Quién dijo ron cubano si yo tengo orujo gallego?'. Que conste que nunca se la hice. Era simpático, tenía la retranca gallega y la chispa cubana», señala la monja, que desliza conservar alguna amistad en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba.

De la Nunciatura fue trasladada a Santa Clara, una ciudad en el centro de la isla caribeña. «Para volver a ser soldado raso, tuve que suplicar; porque yo soy monja y misionera y quería un destino adecuado. En Santa Clara hice de todo, fui medio párroco, celebrábamos la Eucaristía y repartía la comunión ya consagrada cuando no había cura. Y jamás me sentí menospreciada por nadie, ni obispos ni cardenales», exclama con rotundidad. Una mujer de corazón grande.