Malos tiempos para la verdad: bulos y manipulación

Jorge Sobral Fernández
Jorge Sobral PUNTO DE VISTA

OPINIÓN

27 abr 2024 . Actualizado a las 11:21 h.

El asunto de la verdad y su búsqueda, así como el desprecio por la mentira, han vivido tiempos mucho mejores. Sin ir mas lejos, y a pesar de las rémoras del contexto sociopolítico franquista, los chicos de mi generación fuimos entrenados en no creer cualquier cosa, en que había verdades y mentiras, y, además, en que era necesario y factible distinguir las unas de las otras. No me imagino a aquellos maestros que todavía hallan acomodo entre mis recuerdos reivindicando ese mantra pro-ignorancia, con bonus prémium, tan actual: «Bueno, es mi opinión... y es tan respetable como la tuya». Pues no, lo respetable es su derecho a opinar, faltaría más; usted es respetable. Pero el contenido de su opinión no tiene por qué ser respetado, ni puesto en equidistante valor respecto al de un experto, un estudiado en el campo, un científico con formación en lo discutido, o el puro y duro sentido común. Se nos ha etiquetado como pertenecientes a la era de la posverdad, la sociedad líquida (las certezas y las estructuras que las contienen se nos escurren como el agua entre los dedos), todo ello en ese perverso caldo de cultivo que entronizó a la subjetividad en la posmodernidad. Y las emociones como buque insignia. Como resultado (quizá, el buscado desde muchos centros de mucho poder), la conversación cotidiana, el debate público y, cómo no, la escena política se han inundado de bulos, idioteces, mentiras interesadas. Transmitidos, además, con una facundia desprejuiciada, dicharachera, propia de bocachanclas encantados de haberse conocido.

La vergüenza, la culpa por el disparate o la calumnia han pasado a mejor vida, y se las enterró el mismo día que el sentido del ridículo. De hecho, a tantos actores sociales de hoy en día, ciertos políticos, comunicadores, propagandistas, pseudoperiodistas, se les ve cómodos mientras mienten, difaman y esparcen bulos de todo tipo. Tal vez intuyan que pensar bien, razonar correctamente, ir por la vida con seriedad, tiene un coste asociado, hay que currárselo. Y que amplias capas de la población no están para esas gaitas. Dejar hacer a nuestro natural es mucho más sencillo. Mucha gente seguirá la corriente a sus impulsos y querencias primarias, y llegará rápidamente a conclusiones que se le presentarán con el orgulloso rostro de lo indiscutible. Y se quedarán tan a gusto: así, creerán aquello que les apetece creer, que es de lo que se trata. Hace unos pocos años murió Jerome Bruner. Y hace unos pocos días falleció Daniel Kahneman. Ambos, psicólogos. El segundo, ganador de un premio Nobel de Economía, sin ser economista ni nada que se le parezca, por iluminar cómo todo este asunto del mal pensar, del mal decidir, de la rapidez y ausencia de cálculo reflexivo, opera a caño libre en nuestras conductas de compra, de venta, de inversión, a menudo con consecuencias catastróficas para nuestros bolsillos. Todo hace pensar que el segundo tuvo grandes deudas intelectuales con el primero. Ambos, cada uno con sus palabras, describieron sabiamente cómo las personas tenemos a mano, básicamente, dos grandes modos de razonar sobre el mundo que conocemos. Uno, regido por las reglas de la lógica formal, sometido al imperio de la prueba y verificación, y con validez universal; requiere tiempo y «esfuerzo». Otro, que operaría con inmediatez y espontaneidad; sus lógicas, de existir, serían de esas llamadas «borrosas». Utilizaría atajos tan rápidos como tramposos (los entendidos les llaman «heurísticos») para evaluar un asunto o decidir entre opciones varias.

El fruto de este «conocimiento» dependería del aquí y ahora, sin pretensiones de universalidad ni permanencia. Ni siquiera aspira a ser verificado. Le basta y le sobra con que a sus destinatarios les parezca verosímil. No creo que haga falta insistir cuál de estos dos modos de razonar/conocer está ganando por goleada. Más nos valdría que los poderes públicos, los medios de comunicación, los sistemas educativos, asuman como objetivo realfabetizar tanto y a tantos como se pueda en que las verdades existen, y los medios para encontrarlas y revisarlas, también. En caso contrario, seguiremos surfeando, sin tabla ni pericia, las olas de ese cuántico escepticismo: «Nada es verdad, nada es mentira, todo es del color del cristal con que se mira». Yo lo veo negro.